Ahora por fin comprendo
que nunca más volveré a verte, que nunca más volverás a leer lo que escribo
para ti, pensando en ti. Estoy poseída por ti, y, sin embargo, tú estás tan
lejos…
Ya no soy nada, porque
lo que era se ha ido. Te has llevado toda mi vida, y solo me quedan folios
blancos y palabras negras. Despertar, comprender, y escribir sin fin alguno,
sin sentido, con lágrimas que no caen de los ojos, sino que surgen del mismo
papel, y convierten todo en gris.
Gris como el cielo de
la tarde en que te fuiste. Mientras te alejabas el aire se inundó de olor a
lluvia. Se acercaba la tormenta, las nubes ya se alzaban sobre mi cabeza y el
aire estaba cargado con ese olor que precede a la tempestad. Calma,
electricidad estática y ese olor que desde entonces asocio a ti, a tu espalda,
a tu figura alejándose en el horizonte. Cuando desapareciste a lo lejos calló
la primera gota. Esperé horas bajo la lluvia esperando a que volvieras.
Por la mañana te había
escrito un poema bañada por los rayos del sol, lo llevaba en el bolsillo de la
chaqueta, te lo iba a leer cuando me dijiste que te ibas, y yo me quedé
esperando porque debía leerte aquel poema, cuyo único fin era serte leído. Cuando
amainó la lluvia las palabras del poema ya no estaban.
La tinta se fundió con
el papel y con el cielo. El poema se había ido contigo. Nunca más podré volver
a escribir poemas, porque he comprendido que nunca más volveré a verte.
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